Llueve en primavera y las puertas abiertas – Hungría y Eslovaquia

El síndrome de entrar en las puertas abiertas es una enfermedad que nos aqueja, principalmente a mí (Seba) desde que comenzamos este viaje. Uno podría llegar a pensar que es divertido o inclusive un chiste el hecho de que ante cada puerta abierta tenga el irrefrenable impulso de atravesar ese marco, o al menos pispear qué se esconde detrás de esa apertura que me llama como si fuese un ratoncito escuchando el dulce sonido del flautista de Hamelin. Así sea en un edificio histórico en Veliko Tarnovo, en la ciudad amurallada de Dubrovnik o en una mezquita de Estambul. Si para llegar tenemos que subir cien escalones o meternos en un túnel no importa, hay que ver qué hay porque en cada rincón se puede esconder lo mejor, la frutilla del postre de cada ciudad. Probablemente uno de los culpables de esta enfermedad sea Gerardo, mi papá, que cuando nos íbamos de vacaciones le gustaba meterse en los caminos sin carteles, husmear en los pueblos sin shoppings. Esa sana costumbre él la justificaba con que “si no estamos apurados, podemos entrar a mirar” y así paseábamos por callecitas embarradas en provincia de Buenos Aires o pueblos fuera del mapa tanto en el norte como en el sur argentino. Si había tiempo había libertad de meterse a echar un vistazo. Por suerte hoy me siento con los minutos suficientes como para que cada puerta sea una oportunidad nueva de descubrir. Además cuento con la fortuna necesaria de que mi invalorable e irremplazable compañera me aguanta en todas, y cuando se vislumbra el otro lado en algún marco, ella es la primera en decirme “dale, vamos».
Castillo de Buda – una de las principales atracciones para el turismo claramente

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